TIEMPO ORDINARIO

 


¡Qué gusto los domingos verdes! Ojo, que no tienen nada que ver con la propuesta (¡os animo a darle un empujón!) de los «martes verdes» con la que intentamos concienciarnos sobre la necesidad de cuidar de la creación con el gesto de vestir una prenda verde. No. A lo que me refiero es al Tiempo Ordinario en la liturgia, a lo que vulgarmente denominamos como cuandoelcuravadeverde. Tengo que reconocer que me encanta cuando volvemos a esta época del año. Y no es que no me gusten la Navidad o la Pascua. O la Cuaresma, oye. El punto está en que, en los tiempos litúrgicos fuertes, cuando nos cargamos de propósitos de conversión, programamos calendarios con desafíos diarios, empalmamos hasta tres misas en una semana con festivos o nos apuntamos a toda oferta pastoral que pillemos a mano, corremos a veces el riesgo de abrirle la puerta al mini-yo voluntarista que cree que la cosa del amor de Dios está en el empeño que uno le ponga. Y crece el sinvergüenza, vaya si crece. Y deja de ser tan mínimo el espacio que dejamos en nuestro corazón a la soberbia de pensar que podemos ganarnos a Dios, merecernos que nos perdone nuestras cosillas, nos quiera y nos mime. Y esto puede llevarnos a una cierta frustración y alejamiento cuando, más tarde o más temprano, terminamos aflojando. Porque siempre terminamos aflojando cuando ponemos la confianza en nuestras fuerzas.

Pero ahí sale entonces al rescate el Señor trayéndonos de vuelta el tiempo ordinario, cuando no nos proponemos ningún gran propósito porque acabamos de ver cómo en el pasado tiempo fuerte «no ha servido para nada». Y precisamente sin pretenderlo, cuando las canciones de misa vuelven a ser las de siempre, cuando en el grupo de fe no hay ninguna actividad más allá de las reuniones habituales, cuando vamos a misa casi más motivados por la cervecita a la salida que por la celebración, resulta que no sabemos cómo y un día nos despertamos como especialmente enchufados con el Señor, la misa que empezó perezosa nos toca de manera especial y nos quedamos rumiándola durante toda la semana, nos apetece rezar más de lo habitual, o se nos hace evidente la presencia de Dios en nuestro voluntariado, nuestro trabajo o los estudios. Y entonces tironcito de orejas y uno se dice: ¡qué gusto saber que el Señor sigue pendiente de nuestra relación y de mí cuando ni siquiera yo lo hago! ¡Qué gusto los domingos verdes!

Borja Miró sj en Pastoralsj