El “interior”, ese adentro nuestro es una región
extraña, un lugar invisible y silencioso donde se producen revoluciones que
luego saldrán a la luz. Es un lugar de movimientos, decisiones, victorias,
fracasos, que aún no se inscriben en las coyunturas de la vida social. El
interior es la región donde la voluntad es maestra de sí misma. Podemos ver el
alma como un espacio interior, como una página donde uno escribe, un jardín por
el que circular… (Michel Certeau, sj).
Este camino hacia la interioridad que hemos podido
recorrer a lo largo del confinamiento, de forma más consciente y voluntaria,
nos ha llevado a contactar con el “Amor primero”, con este amor que nos conduce
a salir plena y conscientemente conectados a Él, sabiéndonos en salida de nosotros
mismos, en salida hacia las necesidades que nos llegan de los otros, como estos
tres vecinos de Madrid, dos mujeres y un hombre dueño de un restaurante que, al
comenzar el confinamiento organizaron en sus respectivos barrios una “red de
cuidados” para hacer recados; y él, desde que tuvo que cerrar su local, puso en
la puerta una “olla de alubias” a disposición de los vecinos. Una de las
mujeres declaraba que ella no hacía aquello para sentirse bien: “Lo hago por
justicia social”.
Resuenan en nosotros las palabras de Francisco el
Domingo de Pascua, sobre lo que significa la Resurrección de Jesús: “No es una
fórmula mágica que nos ahorre el conflicto y el dolor” … “Es la victoria del
bien sobre el mal” … “Es tender un puente donde hay un abismo” … En Jesús “el amor se hace gesto, acción
liberadora y palabra encarnada ante la indignidad y el sufrimiento humano”.
Esta morada interior, desde el Amor primero que nos
dispone a salir al “afuera” es como el tratado del alma, de la oración y del
itinerario espiritual. En esta morada hemos podido ir reconciliándonos con la
soledad, con el silencio; este ejercicio continuado nos ha facilitado hacernos
conscientes de nosotros mismos: nuestras oscuridades, nuestras luchas internas,
nuestros deseos, nuestra relación con nosotros mismos y cómo ésta tiene tanta relación
con la que mantenemos con los demás; lo que realmente me mueve o me movía hasta
ahora y me hago consciente, nuestra
luz… y cuál es su fuente de energía. Lo que teníamos y tenemos
guardado en el corazón, con el deseo de mantenerlo como hacía María. Todo esto
y mucho más, ha sido posible al acostumbrarnos al silencio, a la soledad y a la
búsqueda intencionada de este tiempo de interioridad fecunda.
Para ello, hemos tenido y tenemos que atravesar
tinieblas y descender hasta lo más oscuro de nuestro interior profundo, para
renacer así a una nueva
comprensión, como la de Jesús cuando tomó el pan, lo partió y repartió. Aquel
gesto de Jesús supuso en él: reconocer, asumir y aceptar la propia vida. Para
nosotros supone “vivir la experiencia” de haber sido “salvados” por Jesucristo,
de haber sido amados, liberados y llamados a vivir la misma vida que Él, y esa
comprensión y esperanza nuevas, lejos de hacernos quedar estáticos y pasivos
esperando un más allá de placidez, nos empuja a un dinamismo y proceso; a un
inconformismo e insatisfacción.
¿Y en
nosotros, este gesto de Jesús qué implicación tiene? ¿Qué otro habita
dentro de mí? ¿A quién le hablo? Quizá
de este modo podemos ser conducidos para ir dejando lugar al “Otro”.
Algunos habrán atravesado y descendido hasta lo más
oscuro para renacer, otros aún en proceso… ¡No importa! El tiempo de Dios es
muy diferente al nuestro. Lo cierto es, que desde donde estemos en este
proceso, vamos retomando la vida, volvemos a mezclarnos unos con otros, vuelven
los sonidos que inundan las ciudades. Y el Padre nos recuerda: “Hijo, prepárate
para el camino” (Tob, 5,17).
¿Qué tengo preparado para retomar el camino? ¿Con qué
parto en mi mochila? El recuerdo de tanto bien recibido, incluso en momentos de
inmenso temor, de confusión en relación a cómo cuidamos el planeta, la creación
(el sol, la luna, la tierra, el agua, los animales, la flora tan diversa, el
hombre, la mujer…) nacida, surgida de tanto amor, de un amor infinito que nos
invita a respetarla con la sabiduría de lo que significa cómo podemos dejarla a
generaciones futuras para su asombro y provecho. Reconocernos frágiles, que no
débiles, vulnerables y por lo tanto necesitados los unos de los otros… Este recuerdo de tanto bien recibido, nos
lanza a devolver tanto Amor recibido, experimentado, vivido… Nos lleva a
desprendernos de nosotros mismos, a descentrarnos y así vivir centrados en Él y
desde Él. ¿Cómo? De mil maneras, tantas como personas.
Mantener iluminados los ojos del corazón, nos
facilitará no sólo reconocer a Dios en todo y en todos, sino
contemplarlo. Y otra vez viene el
“salir desde dentro”, el corazón entendido como esa apertura a Dios que integra
toda la persona y desde la que desde nuestra libertad consentida vamos
entendiendo como Él se va haciendo presente en la realidad que habitamos y que
nos habita, llenando de significado
aquellas palabras de “en Él vivimos, nos movemos y existimos”.
Cultivar los sentidos, nos permitirá reconocerle en el camino: podremos saborear y gustarlo a lo largo del día, escucharlo en sus diferentes registros, nos facilitará tocarlo, acariciarlo, sosegarlo... Nos permitirá descubrir su fragancia variada... A Él le gusta mezclarse entre la gente, y en este diálogo... "PARA EN TODO AMAR Y SERVIR".