Me piden que escriba unas letras sobre cómo estoy
viviendo este tiempo de aislamiento. El haber sido tocado por esto del
Coronavirus y haber visto sus garras primero en casa y luego en el hospital,
sin hacerme sentir diferente a nadie, me convierte un poco en víctima y otro
poco en testigo, como muchos otros. Creo que el aprendizaje está en ir del
primero al segundo.
Víctima, como tanta y tanta gente que a mi alrededor
lo padece y lo sufre. Con esa incertidumbre de ver los síntomas aparecer y
darme cuenta de que nada me calma, de que nada alivian esos remedios de
paracetamol, ibuprofeno, nolotil, y tantos otros calmantes. ¡Qué desesperación
llegué a sentir con esa maldita fiebre que no se me iba!
Víctima, porque me sentí esquizofrénicamente
desinformado de lo que realmente me pasaba. Pues los números oficiales de
teléfono a los que llamaba, nunca me cogían, o los médicos me lo negaban todo
en los pasos previos al ingreso, quédate en casa, me decían, será una gripe,
será un cuadro viral, bueno, te vamos a hacer unas pruebas y te vuelves a casa…
Cuando por otro lado, los medios me inundaban de información con los síntomas,
y día a día en mi domicilio comprobaba que eran los que yo tenía. ¡Llegué a no
entender nada!
Víctima también de verme de repente marcado y señalado,
como alguien al que hay que aislar inmediatamente y del que hay que prevenirse,
del que hay que avisar urgentemente que lo tengo, para que todos aquellos con
los que estuve en contacto se pusieran rápidamente en cuarentena. Lo que me
hizo ver el rostro más amargo de esta pandemia: estoy contagiado y condenado a
estar solo, apartado. Todavía resuena en mi cabeza el grito de una enfermera
diciéndole a otra que se disponía a entrar en mi habitación: ¡En la 325 no
entres por nada del mundo! Cuántas habitaciones y domicilios tienen esa marca y
se les habla y mete la comida desde la puerta, o se les llama por teléfono una
miserable vez al día desde los centros médicos, para poco a poco dejarles
morir, como a Pepi, la sacristana de nuestra parroquia.
Pero esta vivencia de víctima, que tal vez es la
primera, tiene que ir dejando paso a otra, la de testigo, y ésta, al menos en
mi caso, está siendo la vivencia más profunda y más fecunda, en lo que puedo
alcanzar a ver.