Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos
reunidos. De repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado,
que llenó toda la casa donde se alojaban. Aparecieron lenguas como de fuego,
repartidas y posadas sobre cada uno de ellos. Se llenaron todos de
Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, según el Espíritu
les permitía expresarse. Residían entonces en Jerusalén judíos piadosos,
venidos de todos los países del mundo. Al oírse el ruido, se reunió una
multitud, y estaban asombrados porque cada uno oía a los apóstoles hablando en
su propio idioma. Fuera de sí por el asombro, comentaban: “¿No son todos
los que hablan galileos? ¿Pues cómo los oímos cada uno en nuestra lengua
nativa? Partos, medos y elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y
Capadocia, Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de
Libia junto a Cirene, romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes: todos los oímos contar, en nuestras lenguas, las maravillas de Dios”.
Hch. 2, 1-11
Mira que sois cabezotas… habéis visto el sepulcro
vacío, se os ha aparecido, habéis tocado sus llagas, le habéis visto ascender
al cielo… pero nada… erre que erre… seguís encerrados, con miedo y sin creer
que un nuevo tiempo ha comenzado.
No, no… no te equivoques… no hablamos de los
discípulos… hablamos de ti, de mí, de todos los hombres y mujeres que hoy en
día nos llenamos de orgullo al decir que seguimos al Resucitado… pero que no
actuamos según el Espíritu, que preferimos seguir encerrados, hablando entre
nosotros… ¿Cuándo vamos a empezar a actuar según el motor que decimos que nos
impulsa?
Para los apóstoles aquella mañana de Pentecostés fue
diferente. Sintieron una fuerza interior que les hizo caer en la cuenta que su
seguridad era el Señor Resucitado, y que esta verdad tiene que ser proclamada.
Se sintieron llenos del Espíritu y ya no pudieron continuar encerrados, como si
nada hubiera ocurrido. El corazón les ardía y las ganas de salir a proclamar la
alegría de un Dios vivo era mayor que su miedo y sus dudas. Y así, de esta
manera tan llena de luz, nació el tiempo del Espíritu, el tiempo de la Iglesia.
Y desde ese día, después de experimentar la verdad
del Resucitado y recibir su Espíritu, cada uno de nosotros estamos llamados a
librarnos de nuestros temores, a salir de nuestras zonas de seguridad e ir a
cada rincón del Mundo y proclamar, con alegría, la Buena Noticia.