Imagínate que un día sales de casa, porque has quedado con alguien con
quien sueles encontrarte siempre en el mismo sitio. Antes de salir, no ves que
te ha escrito un e-mail diciéndote que no estará allí, sino en otro lugar.
Sales de casa, sabiendo de sobra las calles por las que tienes que ir, el
autobús que tienes que tomar y la parada en la que tienes que bajarte, porque
no entra en tu esquema que haya cambiado sus planes.
Da la casualidad de que el autobús, se detiene en la parada donde te
está esperando tu amigo. Él te ve y te hace señas para que bajes, pero vas a lo
tuyo, oyendo música, mirando el reloj porque el autobús se ha retrasado y no te
enteras.
Él echa a correr hacia la siguiente parada mientras te llama al móvil
para decirte que te bajes. Pero con la música, no te das cuenta de que te está
llamando. De hecho, ni siquiera ves que la persona que va a tu lado te hace
señas indicando que te está sonando el móvil.
Tu amigo, viendo que no puede avisarte, decide esperar al siguiente
autobús e ir al sitio de siempre y allí contarte lo ocurrido. Es verdad que el
resultado es el mismo; un encuentro, pero todo hubiera sido más sencillo si te
hubieras planteado que podía haber cambios, o hubieras prestado atención a tu
móvil.
Creo que en la relación con Dios, muchas veces nos ocurre lo mismo. Salimos a buscarles donde siempre le hemos encontrado, sin pensar que puede estar esperándonos en un sitio nuevo. Por eso, tal vez, la Cuaresma sea un buen momento para recalcular nuestra ruta y con todo, mirar al móvil de vez en cuando, atentos a sus mensajes.