La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación
de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para los otros
seguimos siéndolo.
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de
mí como siempre lo habéis hecho. No uséis un tono diferente. No toméis un aire solemne y triste. Seguid
riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreíd, pensad en mí. Que mi
nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase,
sin señal de sombra. La vida es lo que siempre ha sido. El hilo no se ha
cortado.
¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente?
¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero; No estoy lejos,
sólo al otro lado del camino. ¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amabais. ¡Si conocierais el don de
Dios y lo que es el Cielo! ¡Si pudierais oír el cántico de los Ángeles y verme
en medio de ellos ¡Si pudierais ver con vuestros ojos los horizontes, los
campos eternos y los nuevos senderos que atravieso! ¡Si por un instante
pudierais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas
palidecen!
Creedme: Cuando la muerte venga a romper vuestras
ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban y, cuando un día que Dios ha
fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la
mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y
encontraréis su corazón con todas sus ternuras purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos de la Luz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se saciará jamás.
Agustín de Hipona