Una
mujer llamada Verónica se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo
blanco, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja
grabada su Santa Faz en este lienzo, un "verdadero icono". Jesús una
vez más dona ante una mujer su verdadero rostro. Hombre como nosotros también
es sensible a un gesto de afecto.
En
el relato evangélico
y en la piedad popular ocupan un lugar relevante varias mujeres, sobre las
cuales se ha detenido el pueblo cristiano. La
presencia de la Verónica es
sintomática de cómo
prolonga la devoción
cristiana los relatos evangélicos.
El
paño de sobre el que queda impreso el rostro de Cristo, nos transmite que todo
acto de caridad y misericordia hacia el prójimo, si es de verdad y sale directo
del corazón, nos acerca más profundamente al Salvador del mundo.
Recordemos
unos versos de la Oda a la Ascensión
de fray Luis de León: “¿Qué mirarán los ojos
/ que vieron de tu rostro la hermosura, / que no les sea enojos? / Quien gustó tu
dulzura, / ¿qué no tendrá
por llanto y amargura?”.
La
hermosura hecha dolor, dolor de ese rostro desfigurado, herido, henchido de
dolor, supone la purificación para nosotros, pecadores. El mismo rostro que
había sonreído a los niños nos mira con un amor infinito y nos cambia desde
dentro, nos convierte el rostro del alma, nos devuelve la vida desde su dolor.
El mismo rostro transfigurado del Tabor, nos desciende a la conciencia plena
del sufrimiento, y el camino por este a la gloria eterno.
Si
en la vida de todos los días
yo me empeño por auxiliar al prójimo
para que camine por las vías
del Evangelio, de la Salvación,
el rostro de Cristo se fijará
en mi espíritu,
me tornaré semejante a Él, ya que
el amor vuelve a aquel que ama semejante al objeto amado.
¿Cómo
poder mostrar, Señor, nuestro verdadero rostro? ¿Cómo liberarnos de nuestras
caretas, de nuestras poses de autosatisfacción, de nuestras muecas de
incomprensión y soberbia?
Jesús,
déjame que enjugue tus lágrimas, déjame secar tu sudor, déjame limpiar tu
sangre... ¡Te he escuchado tantas veces en el camino de mi vida, en los buenos
y en los malos momentos! ¡He sentido tantas veces cómo tu presencia en mí me
reconfortaba! ¡Me duele en lo más profundo verte tan roto y abandonado por
todos! ¿Qué te han hecho, Maestro? ¿Adónde te llevan, Jesús mío?
Dame
fuerzas para compartir parte de tu dolor y sobre todo, permíteme limpiar,
secar, enjugar la suciedad, el sudor, la sangre de tantos en ti. Todos
quisiéramos como Verónica aliviar tu dolor pero, ¡nos cuesta tanto hacerlo en
el prójimo!
Haz
que mis obras
me hagan semejante a ti y dejen al mundo
el reflejo de tu infinito amor.
Amalia Campos, CVX en Sevilla