Jesús, tú aún no lo sabes, pero
eres un rey. Eso sí, un rey diferente. Te hemos contado muchas veces cómo
naciste. Aquel viaje a Belén, lo pobres que éramos, y que naciste en un establo
porque no había sitio para ti en la posada. Teníamos tanto miedo… Luego, cuando
naciste, todo el miedo se fue. Era mirarte y sentir una profunda alegría. De
golpe, se oyeron pasos. Yo pensé que venía alguien del pueblo, o algún pastor,
pues ya habían venido otros. Pero entraron tres hombres extraños. Vestían
trajes muy vistosos. Fuera dejaron criados y una gran caravana. Se veía que
venían de lejos. En cuanto te vieron, ya no pudieron quitarte los ojos de
encima. Sus rostros se llenaron de alegría y se arrodillaron delante de ti. Yo
sabía que Dios estaba detrás. Entonces sacaron regalos que pusieron ante ti.
Eran regalos propios de un rey. Sentí entonces, una vez más, la certeza de que
venías del mismo Dios. Y empecé a comprender que tú le vas a enseñar al mundo
algo muy distinto. Aquellos hombres se fueron. No llegamos a intercambiar ni
una palabra, porque no hablábamos el mismo idioma. Pero a veces no hacen falta
las palabras, porque cuando nuestros ojos se encontraron, supe que, al mirarte,
todos veíamos lo mismo.