Conocía la
noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con
luz, sólo creer, esperar, cerrar los ojos, entrar en la cuesta arriba. Sí, ayer
cuando la losa cayó tras de su cuerpo, nada de ángeles, nada de voces del
Padre. Sólo la noche y el sonar de los latigazos en los oídos, y las
carcajadas, y las blasfemias y las risas, el golpe final de la piedra,
cerrándose.
¡Qué lejos
ahora lo de Belén y aun las pequeñas angustias de Nazaret cuando él se alejaba!
Entonces ¿es esto ser una madre? En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la
certeza de que el sol está al fondo y volverá mañana.
Pero, ¿por
qué se ha de salvar siempre con sangre? ¿Es que son tan hondos los pecados del
hombre que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? No, no le
hubierais reconocido ayer si le hubieseis visto subir por la pendiente. Las
madres sí; olemos a los hijos desde miles de kilómetros, porque no es verdad
que salgan nunca de nosotros. Están fuera, caminan, lloran, triunfan, viven,
pero no es verdad; siguen estando dentro. Ayer el calvario estaba más en mi
seno que en Jerusalén, clavaban dentro, martilleaban dentro.
Por eso no
hubo nadie junto a él. Juan, Magdalena... todos estaban sin estar. Y hasta el
Padre se fue y nos dejó solos.
Pero hubo
algo más horrible todavía, algo que no he logrado entender, que acepto a
ciegas, sólo porque él lo hizo: ¿Por qué no me miró?, ¿por qué en los últimos
minutos no se volvió hacia mí? Estábamos unidos, sí, pero los dos entramos
solitarios en la muerte. Creédmelo: esperé hasta el último minuto su mirada.
Y no me la dio. Vi doblarse su cabeza y supe que pensaba en quienes le habían
abandonado: el Padre y los hombres. Fue entonces, y no cuando los martillazos,
cuando yo di mi vida.
Después de
muerto volvió a pertenecerme. Quitando sangre, espinas, barro, fui
reconquistando su cuerpo, y, si cerraba los ojos, podía pensar que le estaba
lavando otra vez como cuando era niño. Le hablé como entre sueños. Y me pareció
como si me entendiera.
Ahora ha
vuelto la calma. La calma nocturna, pero calma al cabo. Ya sólo queda esperar y
ver la puerta que se abre y sus ojos que brillan. Me gustaría que viniera con
las heridas. Serían un buen recuerdo de este segundo parto en que le he dado a
luz mucho más que la primera vez.
José Luis
Martín Descalzo
“Apócrifo de
María”