Decimos de María que es madre de Dios, y también que
es madre nuestra. Hay devoción, cercanía, oraciones en las que nos dirigimos a
ella, para que nos acerque a su hijo. Tal vez la vemos muy de los nuestros, en
su desvalimiento, en su valentía, en su incertidumbre y su apuesta radical. La
hemos visto acunando al niño en el pesebre. Guardando en su corazón lo que no
conseguía entender. Siguiéndole, en los caminos, como la primera de sus
discípulos. Y al pie de la cruz, con el corazón traspasado, pero firme. La
hemos sentido cercana, con los apóstoles en la hora de la espera, tal vez
alentando su confianza, diciéndoles: «No tengáis miedo», antes de que el mismo
resucitado se lo dijera. Necesitamos poner nuestra vida, a veces, en esas manos que protegen, que acunan y que
tranquilizan en medio de nuestras tormentas.