¿Alguna
vez has oído hablar de los siete pecados capitales? A veces hablamos poco de
esto del pecado, quizás por temor a que se nos achaque ser excesivamente
moralistas, a culpabilizar al personal, a hacer sentir a la gente que parece
que la fe o el seguimiento de Jesús tiene más que ver con las prohibiciones que
con la buena noticia. No es así. Pecado no es “lo que me gusta, pero mi
religión me prohíbe”. No es lo bueno de la vida, que una religión castrante y
represiva se empeña en anular. Son, más bien, aquellas circunstancias en las
que uno elige y apuesta por cosas que hacen que la vida –propia y ajena– sea
menos plena. En realidad es aquello que, aunque aparentemente me llena, en
realidad me está vaciando, o está vaciando y dañando a otros. Y por eso, porque
lo hace todo peor, merece la pena luchar contra ello. El pecado me aleja de
Dios, de los otros, y probablemente me hace vivir fracturado por dentro, con
mucha menos pasión, plenitud y alegría de la que tendría eligiendo otros
caminos.
Pues
bien, en la tradición de la iglesia hay, desde el siglo VI, una lista conocida
como los pecados capitales (capitales, porque digamos que de ellos nacen
otros). En las próximas semanas vamos a intentar ir ofreciendo una lectura
actualizada de esta cuestión. ¿Qué son? ¿En qué sentido nos rompen? ¿Por qué
luchar contra ellos? Tal vez la Cuaresma pueda ser un tiempo para reflexionar un
poco sobre ello, y para seguir peleando por crecer, por dentro y por fuera,
para hacer del mundo un lugar más pleno.
Hay
un orgullo bueno
y necesario. Te puedes sentir orgulloso de un hijo, de un logro, de un amigo. O
de ti mismo, cuando has sido capaz de hacer algo que merece la pena. No se
trata de no valorar lo que uno es, o lo que uno hace. Pero hay un orgullo
diferente, mucho más destructivo. También se conoce como vanidad, o como
soberbia, o tantas otras formas de llamarlo. Es esa mirada que se coloca a uno
mismo tan en el centro, tan en un pedestal, tan hinchado y contento de sí, que
te hace ciego -o indiferente- a los otros. Es estar encantado de ti mismo,
desde una mirada complaciente con tus fortalezas; tanto que te olvidas de tus
pies de barro y tu limitación. Es creerte el ombligo del mundo.
He ahí el problema. Porque si el mundo se
convierte en una competición de egos entonces no queda mucho espacio para el
diálogo, para el encuentro, para el amor (o solo lo hay para el amor propio).
Si solo construyes desde la autocomplacencia y la mirada a ti mismo, te
terminas encerrando en una burbuja que te aísla. Y esa burbuja, al final, y
aunque ni te des cuenta, es una prisión en la que estás solo. Muy contento de
ti mismo, pero solo, convirtiendo a los demás en meras comparsas o palmeros de
los que solo esperas aplauso y reconocimiento.
Fuente: Pastoralsj