“Llegará
el día en que después de aprovechar el espacio, los vientos, las mareas y la
gravedad; aprovecharemos para Dios las energías del amor. Y ese día por segunda
vez en la historia del mundo, habremos descubierto el fuego”.
Los
últimos papas se refieren a la misión de la Compañía de Jesús diciendo que “allí
en las encrucijadas de las ideologías, en las trincheras sociales… allí han
estado y están los jesuitas”. Su lugar en la Iglesia es estar en las
encrucijadas de los caminos, en las fronteras. Las fronteras del pensamiento,
de la ciencia, la cultura, la reflexión y la praxis social, los derechos
humanos, y la reflexión teológica.
Antes
de que se alcanzara esta afortunada formulación, Pierre Teilhard de Chardin ya
lo había encarnado en su vida. Y él, sintió en sus propias carnes que las
fronteras son lugares tormentosos, combatidos, discutidos en los que se vive a
la intemperie.
Intemperie física: fue camillero condecorado (Medalla al Mérito Militar y Legión de Honor)
en la primera guerra mundial, realizó numerosas expediciones científicas en
China (Zhoukoudian, Shanxi, Henan, Shandong…), India, Etiopía, Java, Birmania,
Sudáfrica… De estas expediciones, además de avances capitales en paleontología
humana, nos quedan algunos de sus textos espirituales más hermosos:
“Ya
que, una vez más, Señor, ahora ya no en los bosques del Aisne, sino en las
estepas de Asia, no tengo ni pan, ni vino, ni altar, me elevaré por encima de
los símbolos hasta la pura majestad de lo Real, y te ofreceré, yo, que soy tu
sacerdote, sobre el altar de la tierra entera, el trabajo y el dolor del mundo.
El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema del horizonte. Una vez más, la superficie viviente de la tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos. Yo colocaré sobre mi patena, Dios mío, la inesperada cosecha de este nuevo esfuerzo. Derramaré en mi cáliz la savia de todos los frutos que serán molidos hoy”.
El sol acaba de iluminar, allá lejos, la franja extrema del horizonte. Una vez más, la superficie viviente de la tierra se despierta, se estremece y vuelve a iniciar su tremenda labor bajo la capa móvil de sus fuegos. Yo colocaré sobre mi patena, Dios mío, la inesperada cosecha de este nuevo esfuerzo. Derramaré en mi cáliz la savia de todos los frutos que serán molidos hoy”.
Pero
también intemperie eclesial: le
prohibieron enseñar, le prohibieron escribir, y sus libros fueron considerados
peligrosos y condenables… Y es que, cuando se vive en las fronteras hay que
aprender y hablar idiomas nuevos. No nos basta con el lenguaje eclesial…
Teilhard buscó entender, entenderse y hacernos entender. Por eso aprendió el
lenguaje de la ciencia, para poder entender, para poder dialogar.
“En
verdad, dudo que exista, para el ser pensante, minuto más decisivo de aquel en
que, cayéndole la venda de los ojos, descubre que no es un elemento perdido en
las soledades cósmicas, sino que un deseo universal de vivir en él converge y
se humaniza. El hombre, no como el centro estático del mundo –como él se
consideró durante mucho tiempo– sino eje y flecha de la evolución, lo que es
mucho más bello”.
En
este Año de la Fe Theilard nos recuerda, como muchas personas de buena
voluntad, que es importante considerar a qué caminos salimos en nuestra
pastoral, a qué encrucijadas, a qué fronteras estamos llamados. Creyentes como
él, nos recuerdan que si nuestra Pastoral, y nuestra Teología van a las
encrucijadas y a las fronteras, es para tender puentes de diálogo y de
reconciliación.
Y
a quienes se esfuerzan con lealtad y fidelidad por verter la riqueza del
Evangelio en el mundo de hoy, y especialmente en sus fronteras, la Iglesia más
pronto o más tarde se reconoce en ellos.
“Nosotros
mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir
nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. La función del sacerdocio es consagrar
el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta
en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino
que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia.
Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final
tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en
hostia viva”. (Benedicto XVI)
Tomado de Pastoralsj