En
estos tiempos revueltos e inseguros la figura de Pedro Arrupe crece cada día,
como testigo y profeta. No puedo olvidar los veinte días que pasé a su lado en
el verano 1983, después de la trombosis que en 1981 le enclaustrara entre las cuatro paredes blancas de su cuarto de enfermería.
Se le había vuelto a parar el reloj, como el 6 de agosto de 1945, el fatídico
día de la bomba atómica de Hiroshima. Desde entonces estaba situado entre el tiempo y la eternidad.
Era un hombre que había visto claro, un hombre de fe liberado por dentro.
En
la vida de Pedro, nacido en Bilbao el 4 de noviembre de 1907, hay una serie de kairoi (momentos de salvación), que se
proyectan en una magnífica personalidad
apasionada. Durante la infancia fueron la pérdida de sus padres, el contacto con la injusticia en el
Madrid de sus estudios de medicina y el viaje a Lourdes. Cuando decide hacerse
jesuita, la supresión de la Compañía en la República y su destierro a Bélgica
le catapultan a ciudadano del
mundo, un corazón universal, que le convertirá en profeta de la globalización.
Japón,
sus experiencias de cárcel, la bomba atómica, su contacto con la cultura nipona
(inculturación) y su espíritu incasable de hombre de diálogo formarán al nuevo general de la Compañía de
Jesús (1962) en pleno Concilio Vaticano II, un espíritu osado, rompedor, creativo, que de alguna manera relee a Ignacio de
Loyola para el mundo de hoy.
Sus
ideas contra el racismo, su reforma del
ideario educativo, su lucha contra la injusticia social y el ateismo, su
apertura, le convertirán sin pretenderlo en un personaje conflictivo. Pero era
un hombre santo, que había hecho un voto extra de perfección, enamorado de Jesús de Nazaret hasta el
extremo de llegar a elegir a algunos de sus “enemigos” para cargos de
responsabilidad, que acabarían traicionándole.
La
comparación de las teologías de Arrupe y Juan Pablo II arroja luz para
comprender la incomunicación de dos hombres de Dios, que conducirá a Pedro a la
kénosis, el vaciamiento interior de nueve años de
enfermedad, vividos de forma heroica.
Su
vida y su mensaje se resume en sus últimas palabras, un programa actual para
todos: “Para el presente amén, para el futuro aleluya”.
Frases que le retratan:
“Yo creo que la divisa del jesuita hoy día es 'Amén y Aleluya'. Amén,
porque su vida es hacer la voluntad de Dios y Aleluya, porque eso le hace feliz”.
“Soy un pobre hombre que procura estropear lo menos posible la obra de
Dios”.
“Señor: quisiera conocerte como eres. Tu imagen sobre mí bastará para
cambiarme”.
“Para mí Dios es todo. Es lo que llena completamente mi vida y que me
aparece en la fisonomía de Jesucristo, en el Jesucristo oculto en la
Eucaristía, y después en mis hermanos los hombres, que son imagen de Dios”.
“Tan cerca de nosotros no había estado el Señor, acaso nunca; ya que nunca
habíamos estado tan inseguros”.
“Hay unos
que mueren por inanición y otros por exceso de colesterol. El hambre es la hija
natural de la injusticia, una injusticia que los países ricos pueden evitar. Pero
digámoslo claramente: No quieren”.
Tomado de Pastoralsj