DIOS, DONDE SIEMPRE

Por favor, no tengas prisa y vuelve a mirar otra vez la foto: no cabe resumen mejor de la inmensa tragedia humana que azota Haití que la cara de ese padre con su hija muerta en los brazos. Vuelve a mirarla: es la expresión máxima de la desolación, del sufrimiento, de la impotencia; y, al mismo tiempo, de la dignidad.
El mundo entero, gracias a Dios, parece estar pendiente estos días de Haití, de lo que pasa en Haití, del cementerio en que se ha convertido Haití, de lo que sufren los supervivientes... ¿Durante cuántos días más va a seguir el mundo pendiente de Haití? Porque, si algo está claro, es que los haitianos llevaban mucho tiempo necesitando que el mundo estuviera pendiente de ellos -y quizá la tragedia hubiera podido ser menor- y van a seguir necesitando no días, sino años, que el mundo siga pendiente de ellos. Estado de emergencia, toque de queda, saqueos miserables, hedor, miles y miles de muertos enterrados en fosas comunes, millones de sin techo, prófugos, huérfanos, familias deshechas, una generación o dos prácticamente perdidas; no policía, no pan, no agua, no gasolina, no seguridad. Se diría que la palabra más definitoria sería No. Pero no es verdad. Es humano y comprensible el pesimismo, la desesperanza, la sensación de impotencia; pero lo que verdaderamente sirve para algo es la inmensa oleada de amor que esta apocalíptica tragedia ha suscitado. Amor es algo más, bastante más que la hermosa solidaridad humana: tiene un plus de gratuidad, de ternura, de generosidad desbordante. Es lo más humano de los humanos.
Lo que más me ha interpelado, una vez más, frente a la tragedia ha sido el ritornello inquisidor: ¿dónde estaba Dios en Haití? Y me urge decir que Dios, en Haití, estaba y está donde está siempre: en la cruz de las víctimas, que purifica, salva y regenera, y que se convierte en esperanza, en vida eterna y en resurrección. En Haití, Dios está en los brazos y en el corazón de ese padre de la foto; y está en el corazón de cada madre que ha perdido a un hijo; y está en la sonrisa y en la mirada de cada niño que ha sido rescatado de entre los escombros; y está en la voz rota y emocionada del bombero que ha conseguido sacar, milagrosamente, de entre los cascotes apisonadores, el cuerpo tembloroso de un niño y que se lo quiere llevar a su casa con él, porque el niño se ha quedado sin padres; y que cuando lo cuenta ante un micrófono de televisión, no puede contener las lágrimas de emoción. ¡Ahí está Dios! Y está en el misionero que no quiere irse, y en la anciana carmelita que trabajó durante años en Haití y que, desde la vieja Europa, llora porque no puede estar allí. Dios, en Haití, está en la mujer embarazada a la que han logrado sacar de un edificio en ruinas, y en el primer bebé que ya ha nacido después del terremoto. Si quieren enterarse los que tanto preguntan ahora dónde está Dios, no tienen más que buscarle. Él no se esconde nunca. Y cuando pasan cosas como las que están pasando en Haití, menos.
Lo que hagáis a uno es éstos, a Mí me lo hacéis.


Adaptación del artículo de Miguel Ángel Velasco, publicado en el número 673 del semanario Alfa y Omega, del 21 de enero de 2010.