PENTECOSTÉS

Señor, ¡necesito de tu Espíritu!, de aquella fuerza divina que ha transformado tantas personalidades humanas haciéndolas capaces de gestos extraordinarios y de vidas extraordinarias. Dame ese Espíritu que, viniendo de Ti y yendo a Ti, Santidad infinita, es un Espíritu Santo.
Los jueces de Israel, sin esperarlo, sin nada que les predispusiese, sin poder poner resistencia, sencillos hijos de aldeanos, Sansón, Gedeón, Saúl... fueron cambiados por Ti brusca y totalmente. No sólo fueron capaces de gestos excepcionales de audacia o de fuerza, sino que se vieron dotados de una nueva personalidad, se sintieron capaces de realizar una misión tan difícil como la de liberar un pueblo. Tu acción en ellos fue interior, aunque se describiera a veces con imágenes que subrayan un influjo tuyo repentino y extraño. Te lanzaste sobre Sansón como un ave de rapiña sobre su presa, revestiste a Gedeón como con una armadura.
Sintiendo la dificultad de mi misión, desearía yo una acción muy profunda tuya en mi alma: que no sólo descendieras, sino que reposaras sobre mí, que me concedieras los tesoros de los dones que repartiste a tantos de tus elegidos: de sabiduría e inteligencia, como a Besalel y a Salomón; de consejo y de fuerza, como a David; de conocimiento y temor de Dios, que fue el ideal de tantas almas santas de Israel. Esos dones abrirán para la Compañía [para la CVX, para la Iglesia] una era de dicha y de santidad.
Dame lo que diste a los Profetas: que, aunque mi ser pequeño proteste, me vea forzado a hablar por una presión soberana. Aquella palabra que venía de ellos, pero no había nacido de ellos, era una palabra tuya, de tu Espíritu que les enviaba y que no se limitaba a suscitar una nueva personalidad al servicio de la acción, sino que explicaba el sentido y el secreto de ella; de tu Espíritu, que no es solamente inteligencia y fuerza, sino conocimiento de Dios y de sus caminos.
Dame, pues, la fuerza con la que no solamente abriste a los tres Profetas tu palabra hasta revelarles tu gloria, sino que les hiciste mantenerse en pie para hablar al pueblo y anunciarle su suerte. Con aquella voz que Tú haces gemir en el fondo de mi ser, pido la efusión copiosa de Ti mismo, semejante a la lluvia copiosa que devuelve la vida a la tierra sedienta, y como soplo de vida que viene a vivificar las osamentas desecadas.
Dame aquel Espíritu que lo escruta todo, lo sugiere todo y lo enseña todo, que me fortalecerá para soportar lo que aún no puedo soportar. Aquel Espíritu que transformó a los débiles pescadores de Galilea en las columnas de tu Iglesia y en los Apóstoles que dieron con el holocausto de la vida el supremo testimonio de su amor por sus hermanos.
Así, esta efusión vivificante será como una nueva creación de corazones transformados, de una sensibilidad receptiva a la voz del Padre, de una fidelidad espontánea a su palabra. Así nos hallarás de nuevo fieles, y de tu parte no nos ocultarás tu rostro, porque habrás derramado tu Espíritu sobre nosotros.
Ya comprendo que para que esto se realice se necesita un amor como el del Padre, que intervenga en persona. "Tú, Yahvé, eres nuestro Padre... ¿por qué nos dejas errar lejos de tus caminos? ¡Ah, si rasgaras los cielos y bajaras!".
Tal fue la manifestación definitiva: los cielos abiertos, un Dios Padre visible, un Dios Hijo que baja a la tierra haciéndose hombre para la salvación del mundo: "misterio que en las generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres"..."Por eso doblo mis rodillas ante el Padre". ¡Veni, Sancte Spiritus! "Dice el que da testimonio de todo esto: “Sí, pronto vendré. Amén. Ven, Señor Jesús". "Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. Amén".


Pedro Arrupe sj