DEL AUTOBÚS ATEO

Lo primero fue la sorpresa herida; luego la pasión escandalizada; luego, la indiferencia. Falta aún un último peldaño: la admisión tranquila del democrático “hagan juego señores”. Ésta ha sido –para bien de todos- la reacción de la ciudadanía católica y cristiana antes los autobuses que, a partir de Barcelona, pretenden pasearse por varias ciudades españolas enarbolando a modo de slogan un “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”.
La iniciativa de una campaña tan peculiar surgió en Inglaterra el verano pasado. España se ha apresurado a copiarla y ya se anuncia que otras naciones europeas y latinoamericanas están dando los primeros pasos para subirse al mismo carro, ¡perdón! al mismo autobús que intenta propagar el ateísmo. Lo más sensato es tomarse la cosa a broma. ¡La sangre no llegará al río! Por el momento, hay que agradecer a los impulsores de esta campaña el detalle de no negar taxativamente la existencia de Dios. Muy elegantemente la niegan como mera probabilidad.
Que las asociaciones de ateos y librepensadores se hayan lanzado por estos derroteros, es algo que pertenece al juego más elemental de una democracia. Si los que creemos en Dios salimos a las calles una y otra vez con nuestros mensajes y ofertas, justo es reconocer que a la calle puedan salir también quienes se profesan ateos. Uno se imagina que más de una campaña cristiana herirá los sentimientos de los librepensadores.
Tal vez el dichoso slogan, a juzgar por su segunda parte, no tenga nada que ver con reflexiones de talante filosófico y humanista, propias del ateismo de los siglos XVIII Y XIX. Tal vez ese “deja de preocuparte y disfruta de la vida” sea tardío reflejo de traumas de infancia, de la adolescencia y de la primera juventud. Por ahí andan las declaraciones de uno de los responsables de la campaña en Barcelona. Se refirió al infierno como gran preocupación en el corazón de no pocos; preocupación que, para arrancarla de raíz, tendría que negar la existencia de Dios.
A los creyentes en Dios nos toca reconocer que hubo un tiempo –ya venturosamente superado- en el que la formación religiosa se aprestó a presentar un rostro de Dios de muy más que dudosa inspiración evangélica. Dios era, antes que nada, un juez implacable. Su presencia tomaba la forma de un ojo al que no se le escapaba el menor detalle –incluso el menor pensamiento- de la vida de cada hombre. Era un Dios que parecía más dado a machacar al hombre viviente que a salvarlo… Así las cosas, ¿extrañará que haya por nuestras calles y plazas gentes que buscan la liberación de su espíritu a base de afirmar que “probablemente” Dios no existe?
Y dígase lo mismo, más o menos, del disfrute de la vida. Parecía en tiempos pasados que vivir la vida a pleno pulmón era apartarse de Dios. Ha habido, por desgracia, una cierta espiritualidad que propugnaba la denominada fuga mundi, huida del mundo. Esto, nos guste o no hoy, es innegable. ¿Cabe –con perdón- mayor burrada? ¿Cabe una postura más contraria al Evangelio? El cristianismo es una religión que persigue dar pan al que de pan carece y agua al que tiene sed. Es una religión de solidaridad, que llora con los que tienen motivo para llorar y… ¡qué ríe, y canta, y baila con los que están alegres!
“Deja de preocuparte y disfruta de la vida”, dice, ufano, el slogan de los autobuses ateos. Y, entonces, ¿quién se cuidará de dar de comer a los hambrientos que en estos tiempos se arremolinan a las puertas de los comedores de Cáritas? ¿Quién se volcará en un derroche de afecto sobre los enfermos terminales de SIDA? ¿Quién acompañará a los ancianos que se encaminan, solos, al término de sus vidas?
Hay que vivir la vida, hay que gozarla, hay que disfrutarla; sin duda. Pero quien quiera ser de verdad hombre, y, más aún, quien quiera ser realmente seguidor del Jesús que “pasó haciendo el bien”, tendrá que gozar la vida a una con los demás. A los creyentes nos molesta el slogan de los ateos porque milita contra una muy concreta fe cristiana que ya, por fortuna, ha dejado de existir.

Fuente: Manuel de Unciti, 21rs. La revista cristiana de hoy, nº 918, Febrero de 2009, pp. 30-32